De la virgen a la mística fanática de la kabbalah. De la porno light a la madre incansable. De la adicta al gimnasio a la protagonista de la telenovela de su propio divorcio. De la provocadora a la artista. ¿Quién es esa chica? Pasen y lean.
Si aquella chiquilla que en 1983 fue acusada de tener "más ombligo que talento" logró sobrevivir a sus primeros y efímeros quince minutos de fama warholianos y estirarlos hasta llegar a veinticinco años de celebridad y millones, la obligada explicación del fenómeno, en perspectiva, parece remitirse a unas cuantas palabras: reinvención, astucia, y honestidad (¿o impunidad?) brutal.
Es que, a contramano de tantos artistas mediáticos, Madonna es exactamente lo que parece. Una sumatoria meditada y calculada de estímulos, cambios, apareamientos y modas que hoy, a sus 50 agostos (35 en años Pilates, si cabe la digresión) sigue funcionando como el primer día: perfecta, deseable, imposible.
Atónitos frente a la primera encarnación de Madonna, la Descocada, los medios de la época intentaron una justificación psicológica: su violación a manos de un desconocido, a fines de los años '70, cuando la pobre muchachita de Detroit, ansiosa por triunfar como bailarina, acababa de llegar a la Gran Ciudad. Fue una historia de miserias, necesidades y desamparo, repetida cientos de veces. "Cuando vine a Nueva York fue la primera vez que viajé en avión, la primera vez que viajé en taxi, la primera vez en todo. Y llegué sólo con 37 dólares en el bolsillo".
Madonna no tenía dónde dormir, alegó que debió posar desnuda para conseguir algo para comer, y que vivía de la piedad ajena hasta que decidió calzarse una nueva piel: la de sobreviviente. (Por cierto: tanto Fiona Apple como Tori Amos fueron víctimas de violaciones en circunstancias parecidas; sin embargo, a ninguna de estas dos sensibles y talentosas cantantes se les dio por los corpiños cónicos.)
Chica material, Madonna comenzó a sentar las bases de sus propias necesidades: conquistar el mundo. Para mediados de la década del 80, su pop pegadizo y su voz pequeña eran el furor de las pistas de baile, animados por una brillante capacidad de liderazgo en el universo del wannabe (aquellas personas que desean imitar a otra, o aun convertirse en ella). Maestra en el arte de los looks -ropas, actitudes, puestas en escena-, la treintañera consiguió enseguida cortejos multitudinarios de señoritas que se vestían como Madonna, se comportaban como Madonna y construían la mano que da de comer a todo artista: la base de fans. Luego de una miríada de novios y amantes (entre ellos, los músicos Stephen Bray y Dan Gilroy, los djs/productores Mark Kamins y Jellybean Benítez, y el pintor Jean Michel Basquiat), su matrimonio con el actor Sean Penn duró cuatro años y varios escándalos hasta que se acabó, junto con la década.
Para entonces, Madonna había ganado siete premios MTV y recibido diecisiete nominaciones; había grabado por fin un gran disco (Like a Prayer); se había divertido coqueteando con un cristo negro en el clip homónimo (el Vaticano se le vino encima y Pepsi perdió millones de dólares al cancelar la campaña) y recolectaba la fama, la prensa y el dinero que siempre había soñado.
Pero el limón estaba a punto de exprimirse del todo, sus wannabes iban creciendo y aburriéndose, y ella debía estar a la altura de las circunstancias. En este caso, la altura sería poco menos que horizontal. A la cama con Madonna, el video de Justify My Love, Erotica y el libro Sex quedaron, con mejor o peor suerte, como legado de aquella nueva Madonna porno a quien se vinculó con John Kennedy Jr., Lenny Kravitz, Nick Kamen, el modelo Tony Ward, el actor Warren Beatty, el rapper Vanilla Ice y el basquetbolista profesional Dennis Rodman. Tuvo que llegar Evita para que volvieran a tomarla en serio y, embarazada de un fugaz amorío (su entrenador cubano Carlos León), la señora terminó los 90 con una nueva marca: Mater Madonna. Archivó las sábanas, amamantó a Lourdes y editó otro buen disco (Ray of Light, que se llevó seis premios MTV y tres Grammys).
Pero ser madre, a secas, no era suficiente. Aquel rayo de luz bañó de espiritualidad a la dama, y el nuevo milenio la encontró abrazando la kabbalah, cambiando su nombre por el de Ester, y donando 20 millones de dólares para construir escuelas para los hijos de los seguidores de esta corriente mística judía en Nueva York. Felizmente casada con el director Guy Ritchie (felizmente, hasta recién; ¿hace falta repetir el fatigado tira y afloje mediático que todos los días tiene algo que ofrecer?), trajo más críos al mundo y adoptó a un bebé de Malawi. Sus nuevos álbumes dejaron de resultar tan interesantes o provocadores, y la crítica los aprecia como "más bien modestos". Madonna come sano, nada de carne, y sus detractores analizan las secuelas que podría dejarle el abuso de lo único que no ha variado, lo único que se ha mantenido en pie reinvención tras reinvención, de la virgen a la zorra, de la madre a la gurú: el gimnasio. Una adicción que, dicen, la está dejando seca y con los tendones al aire.
Hoy, su coro de wanaabes, el mismo con el que jugó este ida y vuelta de décadas que, al parecer, satisface a ambas partes (aunque podría afirmarse que Madonna salió ganando en la repartija), espera de su diva una nueva catarata de estímulos que sacuda el polvo del desierto. Y sonará entonces uno de los versos del nuevo álbum Hard Candy: She doesn't have my Name/ She'll never have what I have. (Ella no se llama como yo./ Ella nunca tendrá lo que yo tengo.)
Cortesia: Gloria Guerrero, Clarin Online
Madonna has recorrido un largo camino
domingo, 30 de noviembre de 2008
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Prensa Argentina
Publicado por Lore en domingo, noviembre 30, 2008